11. El cliente
No hay nada peor que un Maharajá caprichoso, pensó Manjit, había insistido, argumentado e incluso justificado, pero el maharajá sólo atendía a sus bigotes, y a sus quehaceres de cielos, recorrió la pequeña calle que daba a su taller, ensimismado, de sus pensamientos a sus pensamientos y el olor de azufre que embriagaba el aire hizo que se despertara de repente, saludó a Kavita, su cuñada, y llamó a sus dos hermanos pequeños, Satnam y Surinder, sus hermanos gemelos, a Manjit siempre le pareció que mantenían una asombrosa sincronía en todo lo que hacían, llegaron los dos juntos como una sola persona, los besó y se sentaron en un rincón del taller con poco ruido.
- El
Majarahá quiere los saris con el pigmento de la montaña azul, le insistí, le
insistí y le reinsistí, pero él quiere esos pigmentos para los Saris -dijo cariacontecido Manjit-
- Surinder
se apresuró, “hermano esos pigmentos nos costarán mucho dinero, la montaña azul
está muy lejos del pueblo, no tendremos beneficio”.
- Precisamente
eso dije, pero ya sabes como son los que comen bien sin saber de dónde sale la
comida.
- Los
gemelos replicaron como una sola voz, “a las mujeres del pueblo no les gusta
ese color”
- También
dije eso.
Entre los tres moró el silencio durante unos minutos, eran personas reflexivas que siempre trataban de buscar razón en la sinrazón y de no encontrar nada intentaban dar soluciones.
- Queda
claro Hermano mayor –dijo Satnam dirigiéndose a Manjit- que no podemos
mentirle, no podemos decirle que vamos a la montaña azul y no encontramos
pigmento, los Majarahá se enteran de todo, el pueblo es pequeño, pero de alguna
forma tenemos que hacerle ver que este pigmento será nuestra ruina económica y
la ruina de su reputación.
- He
estado pensando Satnam –replicó Manjit-, podemos pedirle que uno de sus
consejeros venga con nosotros a la montaña azul, la primera vez que vayamos por
pigmento, que hagamos las primeras prendas, los primeros Saris y vea con sus
ojos el malestar de las mujeres del pueblo.
Los hermanos Panjabit, que así se apellidaban, decidieron que era la solución. Al siguiente día Manjit estuvo en palacio y con ciertas dosis de invención convenció al Majarahá para que uno de sus principales consejeros viajara con él a la montaña.
Sunil, el consejero, era un hombre justo al que por su edad muchos de la comarca consideraban sabio, Manjit y Sunil viajaron durante seis días, pagaron un precio excesivo por el pigmento que se extraía de la montaña Azul y regresaron seis días después al pueblo, cuando llegaron al taller los hermanos y su maestría tiñeron las prendas con el pigmento deseado por el Majarahá, al día siguiente los Saris no se vendieron, una semana después lo Saris de ese color seguían sin venderse, ninguna mujer osó siquiera a probarse una prenda de un color de tan mal gusto, convencidos Sunil de lo observado regresó a palacio y contó al Majarahá lo sucedido.
Dos días después, en tanto los gemelos jugaban al ajedrez y Manjit hacía cuentas llamaron a la puerta del taller, pareció por un momento que aquellos golpes fuertes tirarían la puerta y el dintel, uno de los empleados abrió la puerta y entró una comitiva de soldados sin pedir permiso, hicieron una fila y apareció Suníl y tras él como apropiándose del aire que todos respiraban el Majarahá.
Los hermanos se acercaron con la humildad del que bebe de su trabajo, el Majarahá no dijo nada se acercó a los Saris y mareando los bigotes dijo:
- Magnifico,
precisamente estas eran las telas que yo quería, el color es maravilloso, os
felicito por el trabajo realizado.
- Pero
Señor, dijo Manjit, no hemos vendido todavía ningún Sari, como os dije el color
no gusta a las mujeres del pueblo y además el pigmento es muy caro.
- Gustará
mi querido amigo -afirmó el Majarahá-
- Señor,
es nuestra ruina no podemos vender estas prendas, os pedimos volver a nuestros
colores.
- No
se hable más –gruñó el Maharajá- las prendas se venderán, vosotros seréis ricos
y yo venerado por el pueblo.
- Pero
señor… ¡basta Panjabit! –gritó el hombre del bigote mientras su consejero
negaba tímidamente con la cabeza-
Altivo, el Maharahá salió del taller, le siguió el consejero y tras él los soldados, los hermanos continuaron a sus cuentas y jugando al ajedrez, y una mañana de diciembre montaron a sus familias y algunas prendas del taller en carros y se llevaron sus cosas y su vida lo más lejos posible de la tierra de aquel Maharahá, si empezar de nuevo era empezar lejos no comenzaban mal sus nuevas vidas. Con los años, alguien comentó que hicieron fortuna en una región que lindaba con china, vendían sus prendas y nadie les objetaba, ni imponía caprichos, Suníl, el consejero, a pesar de su edad vió morir al Maharahá, a su hijo y a su nieto, al morir este último sin descendencia, las gentes del pueblo lo eligieron a él como Maharahá, era un hombre justo, escuchaba a los que sabían y durante el tiempo que reinó siempre se dejó asesorar por el sentido común.









